Conocí alguna vez, en un viaje de un Techo para mi País, un joven llamado Santiago.
Andaba en aquella época fuera de la universidad, terminando el colegio y regresando de un viaje a Europa. Sin embargo, Europa, no fue solamente aquel continente, fue Londres, con su peculiar tradición terca y educación inglesa; París, donde el café y los bistro se volvieron rasgos inherentes de mí ser; Ámsterdam, en el cual respiré libertad, incluso, por los poros; España, cuyas calles me transportaron al S. XVI, imaginándome un mercenario del rey; y otros países que no mencionaré para no aburrir a los demás. Recuerdo que fue un domingo en el cual me encontré, de la nada, almorzando con mi madrina, faltaban semanas para Navidad y uno o dos meses para mi santo. Conversamos harto acerca del viejo continente. Ella sabía cuanto lo había amado, pues siempre le conté como, desde el sillón de mi casa, hice turismo literario junto con Vargas Llosa, Bryce y Ribeyro. Al terminar de almorzar terminó por concederme el mejor deseo que yo hubiera deseado; con un pasaje gratis a cualquier lugar del mundo, me compró inmensa felicidad en ese instante. Fueron y serán, creo, esos días por el Barrio de Montmartre, en los que conocí la verdadera satisfacción junto con Pancho Valdez: guía excepcional de occidente.
Europa representó para mí la total desnudez de mis inhibiciones limeñas. Fumé los porros, que tanto decliné con vehemencia ante la tentación miraflorina; tome tanto vino español y francés, que perdí todo tabú del buen beber; comí mil porciones de fish & chips envueltos en conos de papel periódicos, que al final resultaban repugnantes. Fui un ignorante, como solía más o menos decir Simmel, “ignoras, no conoces ergo te sientes incómodo” ya que al no caminar nunca por las empedradas ruas, las largas vías, y las mother fucking cold streets jamás hubiese podido entender a Sartre, Kafka, y al triste al perfeccionismo empírico de Bacon.
Pues, bien que me sentía incómodo en Lima con todos los supuestos excesos, que había cometido, de acuerdo a mis padres. Y qué bien, que ignoraba los placeres de la vida porque Europa se encargo de cachetearme, liquidar mis emociones estúpidas y devolverme los ánimos de vivir. Nuestra sociedad me había estigmatizado todo desvío del éxito social, y es que, así es Lima. Conocí, de la mejor manera, el arte de conversar, “Ninguna idea me asombra, ninguna creencia me hiere, por contraria que sea a la mía”, tal cual y como lo planteó Montaigne. Cuando regresé a Lima empecé a vivirla de modos distintos; en primer lugar, porque en Europa descubrí que todos tenemos una historia que contar; y en segundo lugar porque entendí que la comunicación nos revitaliza a todos.
Comencé la universidad a los 3 días de regresar de viaje y, a través de mis trabajos, conocí la verdadera lima que no era para nada un sector A, que contenía un 5% de la población, sino, más bien, una mezcla de millones de habitantes con cultos, credos y rituales absolutamente distintos. Después de un mes en Lima, mi padre tan tradicional me dijo que debía explorar universidades afuera del país especialmente en Boston y, sobretodo, BU porque, ahí el, había estudiado. Y así ni bien recapitulé mis estudios, estuve una semana quedándome en la casa de un amigo que no vivía por el barrio de la Universidad de Boston, como mi padre hubiese deseado; sino por el contrario, vivía al costado del Orange Line en State Street en pleno barrio italiano. Su departamento quedaba a tres minutos de Suffolk, universidad a la cual iba. Tenía rentado un apartamento de 4 pisos; funcionaba un restaurante italiano en el primero y los tres pisos restantes los compartía con 8 estudiantes peruanos. Por más que mis padres desearan con tantas ganas que estudie en Boston, no lo hubiera hecho por nada, pues odiaba Norteamérica. Pero saben qué, esa semana, a pesar de las disputas con mi viejo, amé Little Italy con toda mi alma, amé a Enzo, a quién nunca le entendí una sola palabra, pues hablaba tan rápido que parecía tener una mezcla de tomate, con salsa bolognesa, en la boca en todo momento. Él todas las mañanas, levantándose más temprano que yo, me abrazaba como si fuera su hijo. Conocía a todos los peruanos de todo el edificio y cada uno recibía un el mismo trato al bajar por las escaleras oxidadas del departamento hacia a la calle y encontrarse con ese barrigón italiano, que nos hacía pasar un mal rato con su lengua inentendible y sus abrazos de oso. Seguro hubiera aplicado a Suffolk, pero probablemente me hubiera peleado sobre la política imperialista de EEUU con el entrevistador y por seguro me hubiese botado a patadas del encuentro.
Un día ocurrió algo insólito, justo antes de retornar al Jorge Chávez, que hizo que mi vida de un vuelco. Fue un jueves, 16 de agosto. Recuerdo ir a la tabaquería de la cuadra a comprar una cajetilla de Luckys y el Boston Globe y leyendo las noticias sentí un dolor que no pude creer. “Quake kills 17 in Peru, stirs fears of tsunami” y al leer más y averiguar que el epicentro había sido en Pisco corrí a la casa de mi amigo y llamé a mi padre con desesperación. Me tranquilizó primero y luego me contó que efectivamente había sucedido un tsunami en Paracas, lugar que me preocupaba tremendamente porque ahí había pasado todos mis veranos. Colgué y no di un buen respiro hasta pasar por el pueblo del Chaco en la camioneta Nissan Patrol con mi padre y Antonio. Esos días en Boston fueron ansiedad pura, pero es cierto cuando dicen: no hay mal que por bien no venga.
Ni bien empecé a oler los yuyos secos en la playa bajé de la camioneta y un poco más y le ordené a mi padre que se fuera por otro lado. Parecía un pueblo fantasma, la playa no tenía ruido alguno. Seguí caminando contrario a la playa y sorpresivamente vi un grupo de personas, todas en polo blanco que reclutaban gente. Fue así que conocí a mis amigos de Un Techo para mi País, una ONG que se dedicaba a construir casas de emergencia para damnificados. Sobre todo, conocí a Santiago.
En mi tercer viaje al Sur, está vez me quedé por Chincha, fuimos a construir a El Carmen. Había ido antes, de pequeño, a la Hacienda San José con mis padres, pero nunca antes había estado en el pueblo. Comenzamos a construir, con un espíritu tremendo, poniendo cada clavo y levantando cada madera con orgullo. Recuerdo, que hubo en ese viaje un par de mocosos, bueno yo también era uno, pero me refiero a su actitud, que el primer día los noté muy desinteresados en el tema de ayudar. Sin embargo, me acordé nuevamente del filósofo Simmel, quien habló tremendamente bien de las fachadas y las mascaras de los hombres. Supuse, entonces, que aquellos colegas míos seguro habían venido para aparentar una sensibilidad caritativa frente a los demás, efectivamente lo habían hecho, pero al culminar el primer día estuve tan seguro que ellos amaron construir esas casas. Le di mil y un gracias al creador por las fachadas y el juego que ellas implicaban.
Al segundo día conocí a Santiago, era de raza negra, con ojos muy blancos y labios gruesos, pero en su mirada noté la más dulce ternura que he visto. Nos miraba desde lo lejos, nosotros andábamos por una pampa desértica construyendo fuera del desmonte que la municipalidad había retirado durante la semana, y yo lo divisé rápidamente. Dejé el cinto de herramientas junto a una piedra y corrí a verlo. Tenía puesto esos polos que dicen algo así: “Alguien que te quiere mucho fue a tal lugar y te trajo este polo”. Si mal no recuerdo creo que era de Buenos Aires. Yo bien regresadito de Europa y EEEU, con todo mi espíritu viajero y comunicador, me le acerqué a preguntarle ingenuamente, pero muy tonto, si es que había ido por allá. Obviamente me dije que no, pero acto seguido me preguntó si yo había ido, le respondí que si. Para lo que me preguntó como era. Ahí todo lo malo del terremoto se lo llevó el viento.
Los vi a todos delante mío en aquella situación. Me miraba Simmel, con una cara enmascarada; Goffman, dramatizando la interacción; Montaigne, calificando con epítetos bellos todo; Wittgenstein, dándole sentido a cada una de mis palabras, y, finalmente Davidson, quien me ayudó a afirmar que si existen 3 tipos de conocimientos y todos ellos estaban, ahí, interrelacionados, ninguno podía andar sólo. Pero, ante todo, me di cuenta, con Santiago, que mi conocimiento estaba basado plenamente en lo que el me estaba contando, pues yo al escucharlo procesaba la información y le explicaba mis andanzas en Buenos Aires. Concluí que la base de todos los conocimientos se basaba en la segunda persona, en el conocimiento de las otras mentes. Era este el comienzo de todo conocimiento. El comienzo de mi descubrimiento pleno de Europa empezó cuando conversé con Santiago. ¿Pero cómo saber si lo que conversaba con Santiago era verdad? Supuse entonces, que era auténtico porque lo vi a él, feliz en la pampa, escuchando con ansias, y yo sentadito ahí, no parando de hablar. Juntos concluimos que era exacto, todo: “Es imposible, que la mayor cantidad de gente esté equivocada la mayor cantidad de veces”
Era sábado y tras haber conversado un rato sobre Buenos Aires con Santiago le propuse juntarnos después del almuerzo. Tal y como pensé me esperó nuevamente en la pampa y bajo el sol nos pusimos a conversar acerca de Europa, le conté del Louvre, del Támesis, de la Capilla Sixtina, de los Coffee Shops, de todo. A través de mis palabras sentí que empezó, él, a conocer Europa. Sus ojos se iluminaban, gritaba ¡Olé! al contarle sobre los toros en Las Ventas, tiró varios euros en la Fontanna di Trevi, lo vivió. Y recuerdo ahora una frase de Montaigne que resume lo que sentí en ese momento:
“Si converso con un alma fuerte y un duro adversario, me taca por los flancos, me espolea por un lado y por otro; sus ideas impulsan a las mías; los celos, la gloria y la emulación, me empujan y me elevan por encima de mí mismo, y la unanimidad es cosa muy tediosa en la conversación”
Llegué al punto en el cual Santiago me discutía, decía que Europa para él era distinta. Ahora me preguntaba yo, ¿cómo un niño chichano podía entender con tanta fluidez todo lo que le explicaba y para colmo argumentarme? Pues, me di cuenta que todas sus ambiciones se realizaban al conversar de Europa. Comenzó a fortalecer el oído y conversamos y no paramos aquel fin de semana.
Escuché alguna vez a un sabio taoista decir: “El que sabe no habla, el que habla no sabe”. Creo que estaba, este oriental muy equivocado, excesivamente utópico, alejado de la realidad, pues yo supe como era Europa, la conocí nuevamente con Santiago en Chincha, conversamos y discutimos de ella, y juntos viajamos exponiendo nuestras inquietudes en unas cuantas horas.